El Buscón desata la sátira y las carcajadas en el Teatro Bernal
Enfrentándose en batalla desigual al fútbol que a esa misma hora concentraba en todo el país a millones de ojos ante las pantallas de televisión, este sábado subió a las tablas del Teatro Bernal “El Buscón”; adaptación dramática de la célebre novela picaresca que pintara a principios del siglo XVII con pluma expresionista, ingenio fecundo y aún tierna edad don Francisco de Quevedo.
Así, como buenos amigos del teatro, sin necesidad de ser llamados, no dudamos en acudir al coliseo de El Palmar atraídos tanto por la categoría del autor y su obra, como por el deseo de conocer cómo habría de ser la versión de “La vida del Buscón” que, gestada en la compañía Doble K Teatro, tenía en Manuel Menárguez y Pedro Santomera a la totalidad de su reparto.
De este modo, con todo listo sobre una escena que aparecería compuesta por dos amplios percheros llenos de vestidos y tres baúles con ruedas en el centro, dos lámparas de pie a los lados, y una gran pantalla blanca cerrando el espacio al fondo, la función arrancaría sorprendiendo al público cuando, en lugar del pícaro don Pablos o alguno de los personajes con los que se cruza en la novela, los que hicieron acto de presencia fueron dos individuos trajeados empleados en una moderna empresa cualquiera.
Una vez iniciado el diálogo, los dos hombres -Manuel Rodríguez y Juan Pérez-, no sin desconfiar el uno del otro, manifestarían sus dudas acerca de la misteriosa prueba para la que ambos habían sido convocados y que parecía versar sobre un libro. Intuyendo la obra de Quevedo tras el libro aludido, paralelamente, ambos personajes comenzarían a mostrar actitudes picarescas, concretas, actuales y reconocibles que irían conectándolos con “El Buscón” antes que, de improviso, desaparecieran, ya comenzado el examen por una voz en off, para dejar paso a Pablos y a su siglo XVII.
De esta manera -estructurada mediante cuadros a través de los cuales don Pablos, que sería interpretado en exclusiva por Menárguez, nos iría contando su vida mientras Santomera cambiaba de vestuario para encarnar a una selección de esos personajes grotescos con los que se va cruzando el pícaro- la obra desarrollaría cronológicamente algunos de los más conocidos episodios de “La vida del Buscón”, como los que, para empezar, nos pondrían al tanto del origen deshonroso del pícaro, al ser hijo de un barbero ladrón y una judía medio bruja.
Gracias a la magia del teatro, viendo desfilar ante nosotros a personajes tan extraordinarios como el Dómine Cabra –el clérigo cerbatana- o don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán – jamás se vio nombre tan campanudo-, seríamos testigos de los constantes intentos del pícaro por mejorar su fortuna desde su más tierna infancia. No obstante, sufriendo mil desventuras, cambiando su nombre, o viajando de ciudad en ciudad, el desdichado Pablos habría de descubrir que “nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.”
Así, proyectando luces sobre la gran pantalla que la harían cambiar de color según lo requiriera la acción, moviendo baúles y roperos para ofrecer diferentes configuraciones escénicas, recitando Menárguez aparte hondos versos de Quevedo entre cuadro y cuadro, invistiéndose en escena Santomera con los ropajes de los personajes que debía interpretar, y transgrediendo el espacio reservado al público, la obra avanzaría fresca, ágil, variada y divertida desplegando la sátira a través de esas situaciones y personajes tan deformados y disparatados que, a pesar de haber sido ideados a principios del XVII, hoy, aún resultan plenamente reconocibles a principios del XXI.