Escena

El Buscón desata la sátira y las carcajadas en el Teatro Bernal

Mar, 22/11/2016 - 06:13 -- Miguel Casas

Enfrentándose en batalla desigual al fútbol que a esa misma hora concentraba en todo el país a millones de ojos ante las pantallas de televisión, este sábado subió a las tablas del Teatro Bernal “El Buscón”; adaptación dramática de la célebre novela picaresca que pintara a principios del siglo XVII con pluma expresionista, ingenio fecundo y aún tierna edad don Francisco de Quevedo.

Así, como buenos amigos del teatro, sin necesidad de ser llamados, no dudamos en acudir al coliseo de El Palmar atraídos tanto por la categoría del autor y su obra, como por el deseo de conocer cómo habría de ser la versión de “La vida del Buscón” que, gestada en la compañía Doble K Teatro, tenía en Manuel Menárguez y Pedro Santomera a la totalidad de su reparto.

De este modo, con todo listo sobre una escena que aparecería compuesta por dos amplios percheros llenos de vestidos y tres baúles con ruedas en el centro, dos lámparas de pie a los lados, y una gran pantalla blanca cerrando el espacio al fondo, la función arrancaría sorprendiendo al público cuando, en lugar del pícaro don Pablos o alguno de los personajes con los que se cruza en la novela, los que hicieron acto de presencia fueron dos individuos trajeados empleados en una moderna empresa cualquiera.

Una vez iniciado el diálogo, los dos hombres -Manuel Rodríguez y Juan Pérez-, no sin desconfiar el uno del otro, manifestarían sus dudas acerca de la misteriosa prueba para la que ambos habían sido convocados y que parecía versar sobre un libro. Intuyendo la obra de Quevedo tras el libro aludido, paralelamente, ambos personajes comenzarían a mostrar actitudes picarescas, concretas, actuales y reconocibles que irían conectándolos con “El Buscón” antes que, de improviso, desaparecieran, ya comenzado el examen por una voz en off, para dejar paso a Pablos y a su siglo XVII.

De esta manera -estructurada mediante cuadros a través de los cuales don Pablos, que sería interpretado en exclusiva por Menárguez, nos iría contando su vida mientras Santomera cambiaba de vestuario para encarnar a una selección de esos personajes grotescos con los que se va cruzando el pícaro- la obra desarrollaría cronológicamente algunos de los más conocidos episodios de “La vida del Buscón”, como los que, para empezar, nos pondrían al tanto del origen deshonroso del pícaro, al ser hijo de un barbero ladrón y una judía medio bruja.

Gracias a la magia del teatro, viendo desfilar ante nosotros a personajes tan extraordinarios como el Dómine Cabra –el clérigo cerbatana- o don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán – jamás se vio nombre tan campanudo-, seríamos testigos de los constantes intentos del pícaro por mejorar su fortuna desde su más tierna infancia. No obstante, sufriendo mil desventuras, cambiando su nombre, o viajando de ciudad en ciudad, el desdichado Pablos habría de descubrir que “nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.”

Así, proyectando luces sobre la gran pantalla que la harían cambiar de color según lo requiriera la acción, moviendo baúles y roperos para ofrecer diferentes configuraciones escénicas, recitando Menárguez aparte hondos versos de Quevedo entre cuadro y cuadro, invistiéndose en escena Santomera con los ropajes de los personajes que debía interpretar, y transgrediendo el espacio reservado al público, la obra avanzaría fresca, ágil, variada y divertida desplegando la sátira a través de esas situaciones y personajes tan deformados y disparatados que, a pesar de haber sido ideados a principios del XVII, hoy, aún resultan plenamente reconocibles a principios del XXI.

Miguel de Cervantes llena de maravillas el Teatro Bernal

Lun, 28/11/2016 - 13:42 -- Miguel Casas

Delicioso espectáculo, el que tuvimos ocasión de contemplar este pasado sábado en el Teatro Bernal con motivo de la representación de El retablo de las maravillas; obra miscelánea elaborada por la compañía Morfeo Teatro que, tomando como base el célebre entremés cervantino publicado en 1615 dentro del libro Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, desplegaría una aguda y certera crítica social cuajada de humor de hondo sabor popular.

Así, alzado el telón de la noche estrellada y viendo aparecer ante nosotros a los cómicos Chanfalla y Chirinos recorriendo los caminos en busca de villanos a los que engañar, lo primero que iba de llamar nuestra atención del montaje sería su cuidada puesta en escena en la que destacaron dos elementos: por un lado, el recargado telón de fondo en blanco y negro, que no era sino una original revisión del Guernica de Picasso, y, por otro lado, el uso de siete candilejas que, a pie de escenario, servirían para reforzar el carácter clásico de la obra, marcar fantasmagóricamente los rostros de los personajes y contribuir a crear un irresistible ambiente de fantasía y ensoñación.

De este modo, como si el coqueto coliseo de El Palmar se hubiera convertido en un maravilloso corral de comedias por obra y gracia de la magia teatral, los dos pícaros, dispuestos a sacar tajada de la zafiedad, el egoísmo y la cobardía de aquellos que, precisamente, por ser regidores de las villas debieran ser sabios, generosos y valientes, acordarían presentar ante las fuerzas vivas del pueblo más cercano un vulgar retablo haciéndolo pasar por extraordinario al asegurar que mostraba prodigios sin igual, aunque eso sí, advirtiendo de que, sentados ante él, solo los que fueren verdaderos hijos legítimos y cristianos viejos serían capaces de verlos.

Por tanto, jugando con el tema del objeto que solo es visible para aquellos en los que concurren determinadas cualidades sobre el que ya tratara siglos antes don Juan Manuel en el exemplo XXXII de su Libro del Conde Lucanor, o siglos después Hans Christian Andersen en su cuento El traje nuevo del emperador, en esta ocasión, Cervantes, al introducir como requisito para ser espectador válido de su retablo el ser cristiano viejo, amplificaría la sátira de costumbres desde el plano individual al colectivo para alcanzar a toda una sociedad –la de su tiempo- en la que se estimaba como prueba irrefutable de valía humana el hecho de no ser descendiente de moriscos ni judíos.

Ante nosotros, mientras los alegres burladores Chanfalla y Chirinos embaucaban al trío de torpes regidores de la villa a la que habían llegado, la crítica se iría desplegando demoledora bajo su vistoso envoltorio de comedia jocosa hasta mostrarnos un retablo cuya máxima maravilla no consistiría en dar a ver al forzudo Sansón o al toro que mató al ganapán en Salamanca, sino en presentar desnudas las ridículas y grotescas actitudes en las que tantos suelen caer con tal de ser considerados –en cualquier época- parte de un colectivo de prestigio o seguidores de los dictados marcados como positivos y aceptables por una sociedad.

Más adelante, llegados al momento en el que debería irrumpir la autoridad militar para poner fin a la breve pieza teatral cervantina a golpes, la figura que aparecería no sería la del esperado furrier, sino la sorprendente del mismísimo don Miguel, verdadera autoridad moral, que, transformado en quijotesco personaje, se mezclaría con las criaturas salidas de su pluma con el fin de juzgarlas desarrollando la estructura dialogada de otro de sus entremeses, La elección de los alcaldes de Daganzo.

De esta manera, recortándose espectral sobre el picassiano lienzo, símbolo de la barbarie y la sinrazón humanas, y contando con el apoyo de los fiscales Chanfalla y Chirinos, Miguel de Cervantes sufriría un rápido proceso de quijotización hasta fundirse con su heroico personaje para desplegar, como si fuera aquel, la tierna humanidad, el lúcido entendimiento, las discretas razones y los atinados juicios que hicieran alcanzar merecida fama -mundial y eterna- a su ingenioso hidalgo.

A la postre y en conjunto, la pieza, que se articularía mediante una estructura bipartita caracterizada en su primer tramo por su alegría y dinamismo y en su segunda mitad por su gravedad y trascendencia, no haría sino ofrecer un fiel reflejo de la trayectoria vital de su autor, quien, convencido de la nobleza humana, esgrimió la pluma para denunciar los vicios la sociedad de su tiempo con la esperanza de que así afloraran las virtudes de esta hasta acabar pobre, solo y decepcionado.

En cuanto al montaje, que no solo contó con una escenografía rompedora, brillantes juegos de luces, cuidado vestuario y acertados efectos sonoros, por encima de todas las maravillas que nos habría de mostrar destacaría el trabajo colectivo de un elenco de actores que, con Joan Llaneras, Francisco Negro, Mayte Bona, Felipe Santiago, Adolfo Pastor, Santiago Nogués y Mamen Godoy, supo captar la esencia de los personajes cervantinos y representarlos con toda la verdad que los concibió Miguel de Cervantes.

 

Teatro breve, amor efímero, historias que permanecen

Mié, 07/12/2016 - 06:14 -- Miguel Casas

Este sábado, de la mano de la compañía Doble K Teatro, llegaron al renovado Auditorio de Guadalupe dos de las siete obras breves que con el paso de los años han ido dando forma a “Noches de amor efímero”; conjunto de historias escritas por la prestigiosa dramaturga Paloma Pedrero en las que, con humor y ternura, se reflexiona sobre los encuentros y desencuentros entre hombres y mujeres en la sociedad actual.

Así, a eso de las 21:00h y con una notable presencia de público en el patio de butacas del coqueto recinto, daría comienzo la velada con la representación de “La noche dividida” para situar la acción teatral, mediante una puesta en escena sencilla, pero eficaz, en el interior de un humilde apartamento en el que una joven actriz –Sabina- intentaba ensayar sin excesiva fortuna su papel en una obra dramática.

De este modo, realizando un guiño al tópico del teatro dentro del teatro, la trama comenzaría a desarrollarse cuando Sabina, que a esa hora esperaba la llamada semanal de su novio desde el extranjero, recibiese la visita de un tímido y poco hábil vendedor de biblias llamado Adolfo. A partir de entonces, la impulsiva mujer y el retraído hombre desplegarían un simpático diálogo en el que ambos irían confesándose sus frustraciones, sus temores y sus anhelos hasta acabar encontrando el uno en el otro, animados por el alcohol, una suerte de tabla de salvación a la que se aferrarían para concederse, juntos, una tregua pasajera frente a la soledad y al desencanto que padecían cada uno por separado en sus vidas.

A continuación, operadas sobre el escenario las mutaciones necesarias, nos trasladamos mediante un inconfundible cartel, un gran mapa de rutas y un pequeño banco, a una estación de metro cualquiera para presenciar “Solos esta noche”; la segunda obra programada para la velada en la que los protagonistas serían Carmen, una recatada y asustadiza funcionaria, y José, un gracioso y desastrado obrero en paro.

De esta forma, a punto de cerrar el metro a la hora del atraco y la pasión en una estación que bien podría ser Tirso de Molina, Sol, Gran Vía o Tribunal, haría acto de presencia Carmen para asomarse inquieta a las vías esperando ver aparecer la luz del último convoy del día. Sin embargo, lo único que la elegante mujer vería llegar sería la figura descuidada de José, a quien la temerosa funcionaria consideraría de inmediato un más que probable delincuente. No obstante, desplegándose la comicidad a través de un  divertido diálogo que giraría en torno a los temas de la distancia y los estereotipos sociales, los dos personajes irían superando sus mutuos prejuicios hasta reconocerse, aunque fuera solo por unas horas, atraídos el uno por el otro.

Y así, con la ciudad sirviendo como telón de fondo a unas historias sencillas y breves que, partiendo de un encuentro casual, versarían más sobre la soledad que sobre el sexo y enfocarían los encuentros amorosos fortuitos desde una perspectiva carente de sordidez, las criaturas de Paloma Pedrero -interpretadas impecablemente por Alfredo Zamora e Inma Rufete- pasearían sus miedos, sus dudas y sus inseguridades por la escena sugiriendo que lo efímero de sus amores nocturnos habría de radicar en que jamás se puede pretender que una relación amorosa, ya sea puntual o duradera, sea capaz por sí sola de llenar vacíos, satisfacer inquietudes o resolver problemas que son de naturaleza personal.

Antes de terminar, acercándonos al montaje elaborado por Alfredo Zamora para Doble K Teatro, deberíamos ponderar, en primer lugar, el acierto de una puesta en escena que, sin telones, pero con los elementos precisos, logró representar de manera inequívoca las localizaciones de cada pieza; en segundo lugar, el estimulante empleo de la música que se hizo cuando la acción estuvo detenida para ambientar las dos obras con canciones como El amor es un misterio, de Luz Casal, Los años que nos quedan por vivir, de Los Lunes, o Caballo de cartón, de Joaquín Sabina; y en tercer lugar, el irreprochable trabajo de una pareja de actores que supieron transmitir en cada momento las contradicciones, los matices y la riqueza de cada uno de los personajes que interpretaron.

De esta manera, abandonando satisfechos el Auditorio de Guadalupe entre el numeroso público que se dio cita, quizá lo único que echamos en falta ya concluida la velada fue la incorporación de un texto más de la serie compuesta por Paloma Pedrero, ya que habría extendido la obra más allá de la hora de duración y habría dotado de mayor variedad y empaque al conjunto propuesto. Fuera como fuere, felicitándonos una vez más por acudir al teatro para dejarnos seducir y envolver por su incomparable magia, nos despedimos de la escena hasta una próxima vez.

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