"El médico de su honra" tiñe de malva el Teatro Bernal

Lun, 23/11/2015 - 15:32 -- Miguel Casas

En la noche del sábado, de la mano de la compañía castellanoleonesa Teatro Corsario, fue representada sobre el escenario del Bernal El médico de su honra, obra maestra que, adscrita al género del drama de honor, publicara allá por 1637 uno de nuestros más insignes dramaturgos: Pedro Calderón de la Barca.

Así, seducidos por el prestigio de tamaño cartel e inquietos por conocer a esta compañía que, con más de treinta años de trayectoria, presumimos de reputada solvencia, acudimos a eso de las 21:00h al Teatro Bernal para observar, antes de nada, cómo un goteo incesante de público terminaba de llenar el patio de butacas del coqueto recinto.

Una vez alzado el telón, lo primero que vino a llamar nuestra atención fue la sobriedad de una puesta escena conformada tan solo por tres altas paredes de madera que, sin adornos ni aberturas, aparecieron situadas en los laterales -para crear sensación de perspectiva- y al fondo -para cerrar el espacio escénico-. En el centro, participando del rigor reinante, un lecho compuesto por pequeñas plataformas y rematado por dos grandes cojines configuraría la escena inicial del drama ubicándonos en el aposento de una noble casa de campo, a pocos kilómetros de Sevilla.

Arrancando la acción, la aparente paz de esta casa habitada por el matrimonio formado por Gutierre Alfonso Solís y doña Mencía se verá truncada por la irrupción de un antiguo pretendiente de la mujer: el infante don Enrique de Trastámara, quien, herido tras caer de su caballo cerca de allí ha ido, casualmente, a buscar cobijo en la casa donde reside hoy quien fuera en Sevilla y hace años su amada, que no su amante.

Así, aunque en aquella ocasión los amores de ambos jóvenes no fueron consumados, o quizá precisamente por ello, el irresponsable caballero, al reconocer en su cuidadora a  Mencía, tratará de cortejarla aun a sabiendas de los peligros a los que la expone con su actitud por su condición de mujer casada. La dama, a pesar de mostrarse siempre fría –como castillo de hielo- ante los ímpetus del infante, tendrá que ver como el destino y la fatalidad conspiran en contra de ella hasta ponerla en trance de muerte.

Una muerte que irá tramando implacablemente don Gutierre, verdadero protagonista de la obra, conforme vaya hallando indicios más de las pretensiones del infante que de la supuesta correspondencia de su esposa. Sin embargo, al ser el matrimonio de Gutierre y Mencía una unión basada en la conveniencia y no en un verdadero amor, iremos viendo cómo el esposo, creyendo ver amenazado su honor –o sea, su apariencia social-, sufrirá un violento proceso de enajenación en el que acabará siendo dominado por las convenciones sociales que exigen lavar la honra con sangre aunque esta se encuentre, como de hecho se encuentra la suya, inmaculada.

Así, la acción, oscilando entre el salón real de Pedro I y diversas estancias de la casa del matrimonio, avanzará al ritmo de los monólogos, cada vez más enfermizos y siniestros, de don Gutierre. Mientras tanto, la trama, que además aparecerá enredada por diversos enfrentamientos y, sobre todo, por la aparición de una mujer, Leonor, a la que don Gutierre prometió en el pasado matrimonio, contará para su desarrollo con algunos de los personajes típicos del teatro de la época. Personajes que, como Coquín (el gracioso), o Jacinta (la criada) vendrían a unirse a los del galán, la dama, el esposo, o el poderoso para ofrecer un completo elenco de los tipos mejor tratados por nuestro teatro de oro.

Para concluir esta crónica abordando la representación de la obra llevada a cabo por la compañía teatral corsaria, debemos decir que, si expusimos que la puesta en escena fue realmente sobria de inicio, no es menos cierto que tal sobriedad fue matizándose merced a los cambios de elementos obrados entre escenas y a la abertura de distintas trampillas, portones y ventanucos en lo que al principio parecieron ser tres paredes ciegas. Además, a completar esta puesta en escena contribuirían, por un lado, los juegos de luces con los que acertadamente quedaron subrayados o atenuados diversos momentos cruciales y, por otro lado, la música y las canciones que felizmente se escucharon de fondo para ambientar distintas escenas.

Por otra parte, si entendemos que esa sobriedad escénica, ya matizada, fue concebida muy posiblemente para transmitir sensaciones como la angustia, la claustrofobia, la frialdad, el aislamiento, el desamparo o la intransigencia a las que se van consumiendo los personajes principales en el drama, finalmente no podemos sino valorar como de muy apropiada, por eficaz, tal apuesta. En cuanto al trabajo del elenco de actores, lo más importante que podemos decir es que todos consiguieron que el verso de Calderón fluyera ágil y vivo –sin tonillo ni pausas artificiales- propiciando con ello que las interpretaciones resultaran creíbles, sólidas e intensas de principio a fin.